jueves, octubre 08, 2015

Planeta Wakhker*



Cuando llegamos al planeta Wakhker aún era de día. La escotilla de la nave se abrió y encendimos el mecanismo de la escalera. Mientras esperábamos que se instalara miramos el panorama. Los famosos búfalos robóticos de los que habíamos leído en la Academia caminaban y levantaban polvo alrededor de la pista de aterrizaje. Eran parte del comité de bienvenida. Búfalos metálicos que hacían el ademán de pastar y de mirar hacia el horizonte, pero que no respiraban porque estaban rellenos de circuitos, cables y soldaduras. Ahora podía agregar a mis experiencias de viaje el haber visto búfalos. En la Tierra estaban extintos, pero al menos en esta parte del universo podía encontrarme con los famosos especímenes de Wakhker.
Un humano con aspecto de hippie de Woodstock me recibió en la pista. Era uno de los tantos voluntarios y amantes de la cultura nativa norteamericana que se habían instalado en este planeta para preservarla, o al menos reproducirla lejos de la Tierra. De hecho allí las antiguas tribus eran casi un mito, una leyenda difícil de rastrear. No quedaban evidencias de su pasaje por las vastas llanuras, y lo poco que había sobrevivido había sido rescatado y trasladado a Wakhker con fervor religioso.
Los humanos que se trasladaron a este planeta no necesariamente tenían sangre cherooke, miwok, nootka o sioux. Algunos eran descendientes de las antiguas tribus, pero otros, como este sujeto que me esperaba, eran seguidores entusiastas de los amerindios del norte y entregaban su vida a la titánica tarea de volverlos a la vida en un nuevo destino.
Recorrimos a caballo un par de kilómetros hasta llegar a Gadohi, la población más cercana. El paisaje era árido y rojizo, pero se adivinaba en el horizonte el joven e inmenso bosque espiritual de piceas, cedros y pinos, indispensable para la medicina de los lugareños. Al final del camino se alzaban decenas de tipis. Se recortaban majestuosamente contra el cielo plomizo; algunos humeaban, pero no se avizoraban sus habitantes.
Dejamos los caballos junto a otros que pastaban al borde del camino y nos adentramos en la población. Mágicamente aparecieron niños que nos miraban con curiosidad y que le hablaban al guía en una lengua que yo desconocía. El hombre pareció preguntarles algo y uno de ellos se nos adelantó.
Es el hijo menor del jefe Seatl.
El jefe Seatl era el hombre que yo había ido a ver. Debía entregarle un mensaje de mi Capitán.
El niño entró a un tipi que se encontraba en el medio del poblado. De la tienda -hecha de una especie de lona náutica- se asomó la cabeza de una mujer de mediana edad, de ojos pequeños y pelo color azabache. Escuchó lo que el guía tenía para decirle e inmediatamente nos invitó a pasar. Una vez dentro comprobé que la vivienda era más grande de que lo que parecía desde afuera. Saludé a la mujer con un movimiento de cabeza y noté con tenía el vientre redondo y amplio. Hacía muchos años que no veía a una mujer embarazada. Qué extraño encontrarme con algo tan en desuso, una matrioska de carne y hueso. Me costó sacarle los ojos de encima. Frente a nosotros, cerca del fuego, una silueta en cuclillas y envuelta en una manta de lana nos daba la espalda. Un niño de párpados apretados yacía en  el suelo en una especie de saco de dormir. La mujer dijo algo en voz baja, el guía asintió y luego se dirigió a mí.
El jefe Seatl está preparando un brebaje de cálamo. Su hijo mayor está enfermo.
Entonces nos quedamos en silencio, de pie, esperando que algo sucediera. Pasaron quizás un par de minutos, y cuando la situación comenzaba a incomodarme la silueta se movió. Nos mostró su perfil y en la penumbra percibí su piel. Levantó la cabeza del niño y colocó en sus labios un cuenco. El niño, obediente, bebió. El jefe Seatl volvió a darnos la espalda y se puso de pie. Pensé que iba a llegar a lo más alto de su tipi. Era inmenso. Giró y vino a nosotros con paso lento. Se detuvo a poco más de un metro y saludó con un movimiento de cabeza. Hice lo mismo, y enseguida miré a mi acompañante en busca de apoyo, de una señal que me dijera qué había que hacer a continuación. Si bien sabía que no debía temer, la inmensidad del jefe me había dejado perpleja. Pero el hombre a mi lado estaba encandilado, quizás por la aleación de metales de aquel majestuoso anfitrión.
Entonces recordé a lo que había venido, y busqué en mi morral el sobre que me había confiado el Capitán. Se lo extendí. El jefe Seatl lo tomó con tanta delicadeza que sentí que el sobre simplemente había sido teletransportado hacia su mano.  
Lo abrió y quitó la carta de su interior. La leyó, o al menos eso me pareció, y luego me miró. De la zona de su boca apareció una lengua larga y filosa. Retrocedí un paso. Sus ojos se encendieron. Y entonces comenzó a hablar. Pero ni la boca ni la lengua articulaban sonido. La voz clara y humanoide provenía de su interior, fuera lo que fuese lo que tenía ahí dentro.
Ninguna base terrícola se instalará en este planeta. Ninguna —comenzó a decir—. Ya corrompieron su hogar, ya murieron en su propia mugre. Domaron todos los caballos y eliminaron los búfalos. Invadieron hasta el último secreto del bosque. Aquí estamos en casa y nuestra tierra no está en venta. Dígale eso a su jefe. Siempre habrá un lugar para un visitante, para un amigo, para un viajero cansado de las estrellas. Pero haremos las cosas diferentes. El Gran Espíritu fue muy claro. Los humanos no forman parte de este nuevo plan dijo, y me extendió la carta y el sobre.
Se suponía que yo estaba en ese lugar para funcionar como intermediaria, para negociar y lograr el mejor resultado para mi Capitán y la tripulación. ¿Pero qué podía hacer? El Jefe Seatl se había dado la vuelta, había dado por terminada la reunión.
Estaba a punto de decir algo cuando el guía me tomó del brazo. La mujer corrió la tela del tipi y nos invitó a retirarnos. El hijo menor nos miraba indiferente desde un rincón, mientras el jefe volvía a su medicina y al niño enfermo.
Dejamos que los caballos regresaran mansamente. La noche se acercaba y el aire frío del este nos mantenía rígidos en nuestras monturas. Pensaba en la cara del Capitán cuando le devolviera el sobre. Por alguna razón me causaba más gracias que preocupación. Mi Capitán siendo rechazado. Seguramente era un espectáculo digno de verse. Tanto como el águila calva que comenzó a volar en círculos sobre nuestras cabezas. El hombre sonrió.
No se preocupe, todo va a estar bien dijo señalando el ave—. El gran chamán hará que este viaje no haya sido en vano, ya verá.
  







* Una historia perdida de “Guía para un universo”

Ultratón*


Me enteré muy temprano, leyendo los titulares de los diarios en el quiosco. “Incógnita: Ultratón desapareció del depósito de Canal 12”. El juez galáctico-televisivo que observó a más de una generación infantil había sido robado. Enseguida compré un diario. Con la nota se adjuntaba una foto añeja, de cuando el robot era toda una institución, y el corazón se me hizo añicos.
Cuando llegué a la facultad me enteré que esa noche se armaba una marcha por 18 de Julio. Ultratón tenía que aparecer, o íbamos a envejecer sintiendo que nos habían quitado un brazo.
Cuando fuimos al bar de la esquina la radio estaba prendida y escuchamos a Emiliano Cotelo hablar por teléfono con Cacho de la Cruz. Al parecer Cacho se adhería a nuestro dolor, pero en ese momento sentí que no era totalmente consciente de lo que esto significaba para nosotros. Habíamos crecido bajo la mirada atenta de aquella máquina, le habíamos tenido respeto, cariño, amor, y a veces hasta un poco de miedo, porque él nos observaba desde el cielo durante la semana, y después exponía nuestras peores faltas ante todos. Ultratón nos había hecho crecer como personas rectas.
A las ocho en punto comenzó la marcha, y los ánimos se entremezclaban. Estaban los que andaban silenciosamente, con paso lento, y estaban los que prefirieron recordarlo con más alegría. Un chico de Psicología se había improvisado un traje con un tanque y unas mangueras gruesas que actuaban como brazos. Más allá un grupo no cesaba de repetir con euforia: “Desde la inmensidad del espacio... llega para los niños... ¡Ultratoooooon!...”. Y continuaban con fervor: “Decir cosas feas, es asunto grave, antes de decirlas, ¡boquita con llave!”. Al ver todo eso se me hizo un vacío en el pecho, lleno de melancolía. Por mi cabeza pasaron miles de imágenes, algunas en blanco y negro y otras en color. Casi podía sentir esas tardes de sábado frente a la tele, los restos de “Ricardito” alrededor de mi boca, las cajitas de caramelos “Plucky”, “Alejandro Vascolet” caminando por la pared, el trencito trucho de las galletitas “Chiquilín”, las bolsitas de “Tico-tico”...
Cuanto más avanzábamos, más gente se nos unía, pero las edades ya habían dejado de ser tan parejas. Los que subestimaban el poder de ese tanque de lata, comenzaron a darse cuenta que la cosa venía en serio. Algunos políticos hicieron declaraciones, expresando que “lamentaban mucho lo sucedido, y eran conscientes de que Ultratón era prácticamente un patrimonio nacional”. Incluso se corrió la bola de que un partido quería incluirlo entre sus candidatos para las próximas elecciones.
Al final de la marcha éramos miles de personas. En la plaza Cagancha se improvisaron varios “palos enjabonados” y nos quedamos hasta pasada la medianoche.  Nos fuimos a dormir con más esperanza.
A la mañana siguiente fui directo al quiosco. Desde lejos lo reconocí en la portada de todos los diarios. Ahora ocupaba toda la portada. Ultratón había sido hallado en la madrugada flotando en el arroyo Miguelete. Lo mostraban recién sacado del agua, chamuscado, con basura entre sus brazos, mientras tres bomberos lo sostenían. Había un solo sospechoso: Cacho de la Cruz. La muchacha del quiosco sonrió. “Mirá si va a ser el Cacho… estos del diario inventan cualquier cosa… ¿para que iba a querer tirarlo en el Miguelete?”. Yo me encogí de hombros, pero la pregunta anduvo en mi cabeza durante todo el día.
La incógnita se mantuvo hasta esa tarde, cuando el payaso Pelusita se declaró como cómplice de Cacho. Vi cuando lo entrevistaban en el informativo. “Cacho me pidió que lo ayudara”, dijo. “Habíamos tomado unas copas y recordamos viejos tiempos y nos dimos cuenta que los chicos que nos miraban sólo recordaban a Ultratón, que pedían su retorno, ya sea para sus hijos, sobrinos, lo que fuera…” y prosiguió: “a Cacho le molestó que ese tanque de lata tuviese con el tiempo más popularidad que él… así que fuimos al depósito, forzamos el candado y lo robamos… Después pasó lo que ustedes ya saben…”
Cacho y Pelusita quedaron libres.  Ahora sólo falta esperar el nuevo programa que va a lanzar Canal 12 dentro de pocos días: “El show de Ultratón”. Me alegro por él, pero para mí siempre se verá mejor en blanco y negro.




*Cuento de "Posmonauta", 2001.