viernes, marzo 13, 2015

Reflexiones sobre un tal Julio*





Hay escritores que ofician de señuelos. Su misión es atrapar a los lectores más huidizos, los que leen solo en verano e incluso a esos que no tienen ni una pequeña biblioteca. Estos escritores tienen colores brillantes y plumas, te miran con ojos grandes y entusiastas, invitándote a hincarles el diente. Ellos abren la puerta, nos tientan con la posibilidad de ingresar definitivamente a un mundo que difícilmente abandonemos mientras estemos vivos. Esos escritores no son siempre los mismos. Pueden variar de persona a persona. Hay quienes se verán en un principio atraídos por los colores de H.P. Lovecraft, otros por Edgar Allan Poe, algunos por Jorge Luis Borges, o Paul Auster, o Agatha Christie, o Ray Bradbury o incluso Corín Tellado. Pero hay escritores que tienen record olímpico en esto de iniciarnos en masa, en esa tarea casi siempre sin intención de atraparnos fuertemente y tirar de la tanza. ¿Cabe alguna duda de que Julio Cortázar es uno de ellos?
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Un día descubrí que dos de mis personajes literarios favoritos se parecían mucho entre sí: la Maga de Rayuela y Holly Golightly de Desayuno en Tiffany's. Frágiles, tiernas, desordenadas, llenas de secretos, amigas de los gatos, estas dos chicas se mueven por París y Nueva York con tanta frescura, arrojo e inocencia en sus ojos que la frialdad de la ciudad no puede doblegarlas. Nunca me cayó muy bien Horacio de Rayuela. Está tan ensimismado en sus ideas y en sí mismo que es incapaz de mostrarle a la Maga un poco de compasión cuando ella realmente lo necesita. En cambio, en Nueva York, el escritor se siente intrigado por Holly, se desvive por comprenderla y desentrañar sus misterios. Truman Capote lanzó Desayuno en Tiffany's en 1958; Rayuela es de 1963. No me parece casual, o al menos es un dato curioso, que haya solo cinco años entre estos dos personajes entrañables.
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Los libros son pacientes. Ellos te esperan, no importa cuánto tiempo deban hacerlo. Yo dibujaba con crayolas sobre el piso vinílico y ellos me miraban desde la biblioteca de mis padres. Ahí estaba todo el boom latinoamericano esperando por mí: Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez. También estaba el Montevideo más triste y extraño con Juan Carlos Onetti y Felisberto Hernández, la fecunda generación del 45 y otras joyas clásicas como Gustave Flaubert y Honoré de Balzac. Años más tarde también me adentraría en las fiestas y los pasteles de crema de Katherine Mansfield, en las mujeres exuberantes de Jorge Amado y en las historias cotidianas con giros fantásticos de Julio, que me dejaban atónita, fascinada, y que me provocaron los primeros impulsos por la escritura.
Pero en mi infancia no sospechaba todo lo que podían contener aquellas páginas. Sabía que eran objetos preciados, que aunque estuvieran viejos se les ponía un forro de nylon y se les acomodaba la solapa con cinta adhesiva para que no se desarmaran. Estaban ahí, inevitables para la vista ocupando toda una pared, pero yo todavía los atisbaba como algo aburrido: no tenían ilustraciones, tenían muchas palabras difíciles. Prefería mis revistas de Archie o Mafalda.
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Los libros que se acumulan, todos los volúmenes que una quisiera leer y los años que no alcanzan. Vivo con una ansiedad permanente por el paso del tiempo, por lo corta que es la vida en relación a tantas páginas que quisiera devorar. Julio lo explica muy bien en Rayuela, y de paso calma un poco mi angustia: “Realmente no me aflige gran cosa no haber leído todo Jouhandeau, a lo sumo la melancolía de una vida demasiado corta para tantas bibliotecas, etc. La falta de experiencia es inevitable, si leo a Joyce estoy sacrificando automáticamente otro libro y viceversa, etc. La falta de experiencia es inevitable. Quiero tatuarme esa frase en la cabeza. Y de paso elegir con mucho cuidado el siguiente libro que voy a tomar.
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Cuando Julio pasaba por Montevideo se quedaba en el Cervantes, un hotel céntrico que solía ser tranquilo y misterioso, y en el que se hospedaron Adolfo Bioy Casares y Borges. Tanto Bioy como Cortázar eligieron el hotel como escenario y protagonista de dos de sus cuentos, de argumentos similares: “Un viaje” y “La puerta condenada”. Este último es uno de mis favoritos de Julio: una clase magistral de cómo envolver y arrastrar al lector al desenlace sin una sola palabra de más. Es magnífico en la descripción de ambientes, personajes, sonidos y estados de ánimos. Perturbador hasta quitar el aliento, es ideal si se buscan emociones intensas en una noche de soledad y tormenta. Apuesto que más de uno dejó la luz prendida después de leerlo.
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Si pudiera hacerme del DeLorean de Back to the future aprovecharía para viajar a los cafés de Saint-Germain des Près de París para ser testigo de esas tertulias interminables entre los artistas e intelectuales más efervescentes del siglo veinte. Simone de Beauvoir, Jean Paul Sartre, Marguerite Duras, Ernest Hemingway y André Breton en el Café de Flore; Pablo Picasso, Albert Camus y Julio en Les Deux Magots. Meterme ahí, entre el humo, los vasos y las botellas y simplemente observarlos y escuchar. Para esta gente el frío, la ropa raída o las pocas monedas en el bolsillo no empañaban la sed insaciable de ideas filosóficas y literarias revolucionarias que poco más tarde transformarían el mundo. Finalmente, caminaría una tarde junto a Julio por el barrio Latino, él altísimo, con sus manos en los bolsillos del gamulán, y yo diminuta, mirando hacia arriba y escuchándolo con atención. Él prendería un cigarrillo y me señalaría personajes, y enseguida hablaría de ellos con ese acento tan de la gorge, encantador y propiamente suyo. Al caer el sol estaríamos repartiendo volantes en las calles del mayo francés; yo me dejaría contagiar por esa romántica y pasional quimera de que construir otro mundo es posible.
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“¿Los detectives salvajes es la Rayuela de nuestra generación?” le preguntaron a Roberto Bolaño poco antes de morir. Él contestó: “Mi novela es una pobre novela comparada con Rayuela”. Claro que no es cierto. Rayuela marcó la cancha, rompió estructuras, influenció a muchos que vinieron después, incluso a Bolaño a la hora de escribir ese libro magnífico que también supo marcarnos. Todos deberíamos tener en la juventud un encuentro con Rayuela como manual para la vida. Alguien debería hacerlo, pasar la posta, abrirnos los ojos, advertirnos: “tome, usted casi es un adulto, lea esto y luego vuele”.
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A los veinte años pensaba que Historias de cronopios y de famas era cosa de hippies. Yo escuchaba a The Clash y odiaba a los hippies. Con ese libro sentí que Cortázar me había decepcionado, lo sentí como el amigo rockero y virtuoso que un día decide hacer baladas pop para salir en el top ten de la radio. Así que me hice la distraída y lo tomé como un simple tropiezo en su rica carrera literaria. Él podía permitirse eso, textos que se imprimían en artesanías y en fotocopias que se entregaban en el ómnibus a cambio de alguna moneda. Luego de varios años, y volviendo a releer esas historias, pienso que la que tenía un problema era yo, un deseo profundo de ser cronopio y un fama interior que no me dejaba en paz. Además, quién puede enojarse con un libro que tiene una frase como esta: “En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere”.
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El hombre con ojos de gato, ese era Cortázar para mí incluso antes de leerlo. Al ver su fotografía en la solapa de los libros, sus ojos separados y claros me atravesaban. Pero no era una mirada perturbada o cínica. Eran los ojos de un gato que descansa en tu regazo y ronronea entre alerta y divertido. Julio era un amante de los gatos, como yo. Las fotos con su gata Flanelle son una delicia. En ellas sus 1.95 metros se ponen a la altura de la pequeña criatura, él la mima con sus manazas, juega, se olvida del fotógrafo. Varios de sus textos tienen gatos, y él sabe captarlos con un amor y comprensión solo comparable a la pluma de Colette. Más que el “cronopio mayor”, para mí él es un gato disfrazado de Cortázar:

“[…] los gitanos y los traductores internacionales no tienen gatos, un gato es territorio fijo, límite armonioso; un gato no viaja, su órbita es lenta y pequeña, va de una mata a una silla, de un zaguán a un cantero de pensamientos; su dibujo es pausado como el de Matisse, gato de la pintura, jamás Jackson Pollock o Appell […]” (Último Round).

“Todo aquí es tan libre, tan posible, tan gato” (Salvo el crepúsculo).
“[…] y los gatos, siempre inevitablemente los minouche morrongos miaumiau kitten kat chat cat gatto grises y blancos y negros y de albañal, dueños del tiempo y de las baldosas tibias, invariables amigos de la Maga que sabía hacerles cosquillas en la barriga y les hablaba un lenguaje entre tonto y misterioso, con citas a plazo fijo, consejos y advertencias” (Rayuela).

Julio fue uno de los pocos que me mostró que el humor puede ser parte de la literatura. O mejor aún: que el humor es fundamental en la literatura. Que se pueden usar palabras locas, comunes, lunfardas, localistas, combinadas sin prurito con un poco de buen francés. Que no hay que ser tan ceremonioso, que escribir era como jugar. Que invitar al lector a ese juego no te hace menos intelectual o menos valioso que un escritor acartonado y sumido en sus pesares. Julio no envejece en ninguna estantería, es el eterno muchacho, el niño alto, ocurrente y enamorado; una delicada mezcla de felino, Peter Pan y Dorian Gray. 


*Del libro "Cortázar sampleado", 2014.


2 comentarios:

Dr. Mariano dijo...

de rayuela: quizá hay que llorar por amor hasta llenar una palangana.

Me gusto el texto..me gusta pensar que julio fue alumno de mi colegio allá por la decada del 30..y se recibio de profesor y recorrio el interior bonaerense..

y luego la super erudicion y la europa iniciatica y terminar defendiendo causas del tercer mundo allá donde el dolor se ve menos...

me gusta leer textos así..simples pero con contenido..con mayo frances y skipe a la vez...porque el presente está y vino para quedarse..

Natalia Mardero dijo...

Gracias Dr. Mario por leer :-)
Saludos!