jueves, enero 08, 2015

Cordón Soho (2014) Cap.1




1.
Se despertó y la resaca fue todo lo que sintió. Se desperezó, salió de la cama, se calzó las pantuflas y levantó la persiana para dejar entrar el sol. Apretó fuerte los párpados y se concentró en el dolor de cabeza que le empezaba en la nuca y le terminaba entre medio de los ojos. Fue a la cocina haciéndose masajes en la base de la nariz y en el pasillo chequeó que el cuarto de Tati estuviera vacío.
Continuó y en el camino se topó con los restos de la fiesta de la noche anterior. Con desgano se preparó un café con leche, lo empinó de pie apoyada contra la mesada y cuando terminó se dispuso a arreglar el desastre. Abrió la ventana del living para sacar el olor a cigarrillo, vació los ceniceros, lavó los vasos, embolsó las botellas, lavó la licuadora, roció Blem sobre los muebles, sacudió la tela de los sillones, barrió y pasó un trapo húmedo y jabonoso por todo el piso.
  Los recuerdos le venían borrosos, en oleadas. Había sido una noche movida, con amigos suyos y de Tati yalguna que otra cara nueva que no se sabía muy bien cómo había llegado ahí. Ella había empezado a disfrutar la velada al segundo mojito, cuando dejó de importarle si los invitados usaban posavasos o si entraban con los pies sucios. Conectó la Mac a los parlantes, abrió el Virtual Dj y se encargó de ambientar la reunión, lo que resultó en un éxito en la pista de baile (el espacio de living que quedaba una vez que se corría la mesa de café y el sillón). Bailaron desde Abba hasta los Yeah Yeah Yeahs, desde Erasure hasta The Sex Pistols, desde Lady Gaga hasta Rafaela Carrá. Las botellas vacías no dejaban de acumularse en la cocina, alguien fue a comprar hielo a la estación de servicio, los mojitos fueron lo mejor que se le ocurrió a Tati, que no dejó de machacar menta toda
la primera mitad de la noche. El cogollo llegaba en cantidades industriales y hasta hubo dos o tres que se dieron un saquecito en el baño. No faltó nadie. Pasadas las tres de la mañana incluso llegó el gordo Gizmo con dos amigos. Tati le había mandado un mensaje cuando él estaba en el bar, y para no cortarse solo invitó a sus amigos y enfilaron a pie las diez cuadras que los separaban del viejo apartamento. Valentina en seguida puso los ojos sobre la chica que llegó con él. Una morocha de ojos negros y cerquillo que le llamó la atención. Al otro chico ya lo conocía, era Miguel, un egresado de la escuela de cine, menudo y raído, al que dos por tres se encontraban en Cinemateca y se les pegaba como chinche.
Gizmo era más que nada amigo de Tati, y esa para Valentina era una amistad difícil de explicar. Era artista plástico, músico semifrustrado, o dicho de otro modo, un dealer a tiempo completo. Tenía más de cuarenta años y se rodeaba de la crema juvenil y roquera del momento. Le decían Gizmo porque era redondo y de ojos grandes, pero si lo tocaba una gota de agua seguramente se convertiría en un gremlin furioso. Deambulaba entre la gente con el vaso en la mano, como un dandi arrogante y venido a menos. Hasta que alguien le daba charla, y si el interlocutor demostraba tener un mínimo de nivel cultural, sacaba a relucir su lado erudito y sensible.
La chica, que rápidamente averiguó se llamaba Carolina, no dejó de bailar en toda la noche. Valentina chequeó qué música era la que la activaba más y empezó a organizar el set según su lenguaje corporal. Los puntos altos de entusiasmo fueron con Daft Punk, Billy Idol, Cassius, Madonna y Chuck Berry. La estrategia funcionó porque se le acercó varias veces para celebrarle la selección, hasta que la tomó de la mano y la sacó del puesto de dj para bailar.

Cuando terminó de limpiar, se duchó y se apuró para llegar a tiempo al almuerzo familiar. Los domingos eran los días para volver al caparazón, para recuperarse del fin de semana, para dejarse mimar por sus padres y luego volver a casa, andar por el viejo apartamentito en pijama sin que nadie la molestara. Tati casi nunca estaba los domingos, trabajaba o se iba a pasar el día a la casa de su madre en Sayago y no volvía hasta la noche. Una vez de regreso y si hacía menos de quince grados, Valentina prendía la estufa a gas, abría el Illustrator en la computadora y se ponía a trabajar. Le ponía “reproducir” a una carpeta que justamente se llamaba “Domingo” y que contenía canciones de The Nacional, The head and the heart, She and Him o Fiona Apple. Todo era más que perfecto cuando había en la casa una barra de chocolate y suficiente café para poner en el fuego.

Faltaba poco para el amanecer y recurrió a la carpeta “Tranqui”. Los pocos que quedaban en el apartamento mutaban en el suelo o en el sillón, hablaban una media lengua que destilaba alcohol y nicotina. Se recostó contra una pared y encendió un cigarrillo. Carolina se le unió y le pidió fuego. Tenía el cerquillo hacia el costado y el rímel un poco fuera de lugar, como en una imagen en 3D vista sin lentes, lo que para Valentina la hacía verse más real e interesante. Hablaron sobre música, libros y cine. Se rozaron, apoyaron la cabeza en el hombro de la otra, se sonrieron sin motivo, estuvieron de acuerdo en que deberían ver juntas Mulholland Drive y compartieron un último vaso de cerveza casi tibia. Gizmo se levantó del sofá para ir a servirse agua a la cocina. Cuando pasó junto a ellas no las miró, pero dijo por lo bajo: “yo sé lo que está pasando”, y continuó su camino. Carolina bajó los párpados e hizo una mueca con la boca; luego buscó el teléfono en el bolsillo de su campera de cuero.
Chequeó mensajes mientras Valentina se terminaba la cerveza y pensaba cómo iba a terminar la noche.
—Me tengo que ir.
—¿Ya?
—Sí... ¿“Ya” decís? Está saliendo el sol —y se rio con
una risa ronca.
—Por eso. Quedate.
—No puedo... —y la miró con lástima, o con culpa. Valentina no supo bien.
Bajo la luz fría del viejo ascensor parecía que el hechizo se había cortado. Intercambiaron miradas en el espejo y bostezaron casi a la vez. Luego se rieron, y en la planta baja el frío las invitó a abrazarse y despedirse, un beso en la mejilla y otro fugaz en la boca y Carolina desapareció tan rápido como había llegado.

El planeta de los charcos




Pisaron la tierra nueva con desgano. Estaban hartos de llegar a planetas sin vida inteligente. Este, sin embargo, tenía algo que lo hacía diferente: el suelo estaba cubierto con charcos de diversos tamaños, acá y allá, más grandes, más chicos. También había algunas elevaciones, y una hierba corta y muy verde. El cielo era de un celeste intenso, como en las mejores épocas de la Tierra, pero cerca del suelo correteaba una bruma que se hacía por momentos más densa. Había que admitirlo: no había evidencia de vida humanoide o animal, pero tenía cierto encanto que lo diferenciaba del resto. El aire era puro, las pruebas de tierra y agua no detectaron elementos tóxicos, así que se abrieron los trajes espaciales, se quitaron las pesadas botas, y se recostaron sobre la hierba a disfrutar del sol. Era un momento de distensión para la tripulación brasileña, por lo tanto el capitán permitió que se improvisara un picnic con feijoada y cerveza incluidas. Bebieron y comieron hasta el cansancio, pero también hubo tiempo para poner un poco de música y bailar hasta quitarse lo poco que quedaba de los trajes espaciales. De la hierba que pisotearon durante horas quedaba poco, y ya se veían lamparones de tierra en la zona de baile. El capitán, feliz de conquistar el respeto de su tripulación con tremendas libertades, se echó en el suelo a descansar, de costado. El cansancio y la digestión comenzaban a transportarlo a un mundo de somnolencia y confusión. Eso quiso decirse a sí mismo cuando con la cara contra el suelo comenzó a ver cuerpitos humanos con no más de cinco milímetros de alto. Correteaban despavoridos, se escondían debajo de la espesa hierba… ¡bosques! ¡Esa no era hierba! ¡Eran árboles! ¡Bosques diminutos que desde arriba parecían hierba! Y más allá casitas, construcciones que había confundido con piedritas. Quiso vomitar. Vio a sus subalternos saltando y bailando, vio sus pies golpeando el suelo, y se desmayó.
El daño que los brasileños provocaron a aquella tierra fue incalculable. Vistos con lupa, los habitantes de aquel planeta no diferían mucho del nuestro, sólo que eran considerablemente más pequeños. En la Tierra la noticia despertó diversas reacciones. Algunos creían que por su tamaño, estos “pequeños humanos” como se los llamó en la prensa, no tenían demasiado valor. Otros se escandalizaron; no podían creer semejante masacre. Pronto comenzaron las hipótesis de qué pasaría si a la Tierra bajaran botas gigantescas que nos aplastaran. Hoy las visitas al planeta de los charcos no están permitidas por razones obvias. Los brasileños nunca supieron cómo resarcirse. Para algunos es suficiente con dejar al planeta en paz, sin la visita de los grandes humanos. 

*De Guía para un universo