lunes, octubre 24, 2011

Montevideo*

A fines del siglo XIX, el escritor Roberto de las Carreras se refería a Montevideo como "la aldea". Claro, él tenía un dejo de rencor. El dandy bastardo se revelaba contra los convencionalismos burgueses de una ciudad regida por el qué dirán. Paraba en el café Moka, en la calle Sarandí y Bartolomé Mitre. Ahí le dictaba a un secretario sus obras, él no caía tan bajo. Nunca se me ocurriría dictarle mis textos a alguien, pero también he parado en la Ciudad Vieja. El casco antiguo de la ciudad, rodeado de mar y cruzado por fuertes vientos, es un imán para artistas y pseudo artistas que se avispan apenas cae el sol. Algo para picar en el café Bacacay, una cerveza y un masticable en La Ronda. Ya puedo predecir la mística, de un lugar como la Ronda, digo, cuando en el futuro los jóvenes pasen delante de sus ruinas y digan: Acá venían siempre el cantante de la Vela Puerca y los Astroboy. Es lo que tiene Montevideo. Una se codea con fantasmas todo el tiempo. Las fachadas grises, sucias, los caserones con ventanas tapiadas nos recuerdan permanentemente otras cosas, otros tiempos, pese a los stenciles con consignas posmodernas.

Para ser escritor en Montevideo no solo hay que ser valiente. Hay que ser, más que nada, irreverente. Cruzarse con esos fantasmas y no inmutarse. No dejarse amedrentar.   Esa de ahí era la casa de Juana de Ibarbourou. Bien. Acá era el Café Sorocabana. En esta silla se sentaba Onetti. Contra esa ventana Marosa di Giorgio garabateaba sobre las servilletas. Luego, considerar Montevideanos de Benedetti como un librito simpático que leíste en la adolescencia, y poner en un pedestal, eso sí, a John Kennedy Toole. Descubrir en tu calle a Galeano, cuando saca a pasear a su perro, y hacer como si nada. Levantar los hombros con desdén y pensar, bueno, no me gusta cómo manipula las emociones de los lectores.
 
Pero a quién engañamos. Todos tenemos nuestro talón de Aquiles. Cuando en una Feria del Libro un colega me tomó sorpresivamente del brazo y me paró frente a Idea Vilariño, se me paró el corazón. Algunas veces, Montevideo es eso. La aldea que te permite convivir diariamente y casi de igual a igual con los creadores. Los contemporáneos y los que ya no lo son tanto. Los admirados y de los otros. Desde el ómnibus puedo ver borrachos anónimos durmiendo en los portales, y también un mito viviente cruzando en la esquina de 18 de Julio y Yi.   Pero como toda aldea Montevideo tiene sus pros y sus contras. Es romántico y excitante convivir con fantasmas, pero es endemoniadamente difícil brillar antes de convertirse en uno de ellos.

*Texto publicado en la revista española Zona de Obras nº51