domingo, diciembre 19, 2010

El árbol de los Vaccarezza



En casa de la familia Vaccarezza, cuando llegaba navidad, siempre había un árbol decorado. Pero a diferencia de los árboles de navidad de otras casas, los de la familia Vaccarezza siempre estaban secos. Y con esto no quiero decir que decoraban árboles secos a propósito, sino que traían a casa pinos frescos, arrancados de raíz, y se secaban a los pocos minutos. Perdían rápidamente el verde húmedo y brillante por un marrón triste y deslucido. Esto lo vi con mis propios ojos, el año que nos mudamos a media cuadra de la familia y yo pasaba todo el día jugando con los tres niños Vaccarezza.

El señor y la señora Vaccarezza trajeron del vivero un pino hermoso, con ramas frescas y abiertas, de casi dos metros de altura. Mientras lo bajaban del techo de la camioneta, yo pensaba en el pequeño árbol de plástico que teníamos en casa, y me dio bastante envidia. La pareja lo desató y lo entró a la casa como quien mueve un peso muerto, sin alegría ni brillo en los ojos. Los hijos tampoco se veían demasiado entusiasmados. “Ahí viene el árbol”, dijo el mayor, mientras se escarbaba la nariz con el dedo. “Qué pérdida de tiempo”, dijo el del medio, picando la pelota de básquetbol. “Un montón de basura”, dijo el menor, y luego se escondió detrás de mí por miedo a que los padres lo hubiesen escuchado. Los miré sorprendida. ¡Tenían el mejor árbol de navidad listo para decorar! ¡Y no estaban ni un poco contentos!

Lo colocaron en el living, junto a la ventana y cerca de la estufa a leña. Se veía precioso, como en una película. Sólo le faltaban los adornos. “Hijos”, dijo el señor Vaccarezza con las manos en la cintura, “Traigan las cajas del sótano. ¡Rápido!”. Luego me miró a mí. “Tú también puedes ayudarlos”. Los niños obedecieron pero se alejaron refunfuñando. Sabían lo que el padre esperaba: ver el árbol totalmente decorado antes de que se secara. En ese momento yo no lo sabía. Simplemente ayudé cargando alguna de las cajas. En seguida comenzaron la tarea todos juntos. El padre sobre una escalera, colocando los adornos rojos y dorados que sus hijos le iban alcanzando; la madre seleccionando las guirnaldas y desenredando las luces. Yo miraba la escena un poco desconcertada. Finalmente me senté en un a silla cercana y esperé.

Afuera atardecía y la luz natural que nos iluminaba comenzó a escasear. La familia hacía pocos comentarios, se pasaban de mano en mano un Papá Noel de cerámica, un angelito con un ala rota o una guirnalda multicolor, pero hacían el trabajo casi en silencio y a buen ritmo. Parecían sincronizados, como si cada uno supiera exactamente lo que tenía que hacer por haberlo repetido año tras año de la misma manera. El padre miraba el reloj con frecuencia, se secaba el sudor de la frente con el dorso de la mano y alentaba a los demás a continuar. Pero madre e hijos actuaban con esa celeridad de quien está deseoso de terminar el trabajo sucio para ir a hacer algo más divertido. A mi me invadió la somnolencia. De la silla me pasé a la comodidad del sillón. Ya anochecía y la madre encendió una antigua lámpara de pie que estaba junto a la estufa. Entonces pestañee, bostecé, y miré el árbol. Tenía un tono cobrizo, mortecino. Al principio creí que lo que veía era el resultado de la luz amarillenta recién encendida, hasta que me incorporé y me acerqué para ver mejor. El árbol ya no era verde. No era del verde que tenía al llegar. Debajo de las guirnaldas y los adornos no había vida. Las ramas perdieron su vigorosidad, y la punta se ladeó más de la cuenta luego de que el padre le colocara una estrella. Éste miró el reloj, bajó de la escalera y observó la obra familiar. Demasiado tarde. El árbol se había estropeado antes de que estuviera completamente decorado. Hundió la cabeza entre los hombros y salió lentamente del salón. La madre me miró como descubriéndome por primera vez. Hizo una mueca con la boca que no supe si era una sonrisa forzada o un gesto de dolor. Los niños eran los únicos a los que el incidente navideño ya no parecía afectarles, y salieron corriendo, liberados, a jugar a la vereda. Yo salí detrás de ellos, pero no me les uní. Me desvié y caminé los pocos pasos que separaban su casa de la mía con una sensación extraña. Me pregunté por qué los Vaccarezza seguían insistiendo en decorar pinos naturales. Si tuvieran uno como el nuestro, de esos que se desarman en varias partes y se guardan en el rincón de algún ropero, no tendrían año tras año la misma desilusión. Subí las escaleras y entré. De la cocina llegaba olor a galletas recién horneadas, junto a voces conocidas en entonaciones dulces y chispeantes. En la oscuridad del comedor, nuestro arbolito exhibía sus brillos más intensos, a la espera de otra cálida navidad al servicio de nuestra familia.

No hay comentarios.: