jueves, diciembre 30, 2010

Marita

Marita limpia en casa desde hace más de treinta años. También limpia en la casa de la tía Leti que vive dos pisos más arriba que nosotros, y en la casa de mi abuela que está a dos cuadras.  Marita conoce nuestras casas mejor que cualquiera. Ella es la reina y señora de nuestro hogar, decide cuándo y cómo se hacen las cosas. “No entres en la cocina que está el piso mojado”, “bañate ahora porque voy a lavar el baño”, “sacá la ropa de verano que tengas para regalar”, “levantate que tengo que pasar la aspiradora”, “no le pongas sal a la comida que te hace mal”, etc, etc. Es como el ojo de Gran Hermano que todo lo ve, que todo lo juzga y todo sanciona. A nadie se le ocurre contradecirla o darle órdenes. Ella sabe muy bien cuáles son sus responsabilidades y las ha desarrollado, profundizado y perfeccionado a lo largo de todos estos años.
Un día miré debajo de la cama para buscar mis pantuflas con caras de perritos gemelos. No estaban. Me puse como loca. “Esta fue Marita”, me dije. “Las debe haber puesto en el lavarropas sin preguntarme”.
-Marita. ¿Dónde están mis pantus? ¿Las agarraste vos?
-Las dejaste en lo de tu tía el otro día, ¿no te acordás? Están allá.
-Uh… Es verdad…
Otra contienda ganada por Marita. No me dejó ni tirarle un guantazo;  me derribó de una y por  knock out.
Una mañana vino de la casa de mi abuela con una maceta en  los brazos. La reconocimos por los pies y las manos, porque el helecho le tapaba toda la cabeza.
-Allá no tiene luz, antes que se muriera la traje para acá- dijo, y la puso en el balcón.
Mi madre odia los helechos, las plantas en general, pero no dijo nada. La maceta se quedó ahí, entorpeciendo el pasaje de todo el que quisiera circular por el angosto balcón.
Otro día fui a cenar a la casa de la tía Leti. Cuando ya estábamos por el postre, me di cuenta que los vasos me resultaban familiares. Claro, ¡eran los vasos de casa!
-Tía, ¿qué hacen los vasos nuestros acá?
-Los trajo Marita. Se llevó para tu casa los de tu abuela, y a ella le dio los míos. Dice que estos combinaban con la vajilla de acá, y que en tu casa quedaban mejor los de la Nona.
Miré la combinación de colores de la mesa y sí, era verdad, quedaban muy bien nuestros vasos con la vajilla de la tía.
Un jueves después de clase llegué a casa y cuando abrí la puerta me encontré con el living desarmado, los muebles tapados con sábanas y dos pintores haciendo de las suyas, dándole un amarillo pollito a las paredes. ¿Iban a pintar y no me dijeron nada? Me fui a la cocina a ver si había alguien que me diera una explicación. Marita estaba planchando sobre la mesa de cármica. La había cubierto con una toalla de baño para que no se quemara.
-Marita ¿qué hacen esos pintores?
-Están pintando.
-¿No me digas? ¿Pero cuándo decidieron que iban a pintar el living?
-Tus padres no saben. Me olvidé de comentarles. Me tenía podrida el color celestito ese, tan triste…
Me fui al cuarto y cerré la puerta. La decisión de Marita me pareció de lo más lógica, el color ya estaba viejo y le venía bien al living una lavada de cara.
El área de influencia de Marita se fue extendiendo naturalmente, sin límites o sanciones. Si una decisión de ella no gustaba del todo, nadie decía nada. Era Marita, era como de la familia, capaz que se ofendía si se le sugería que estaba tomando atribuciones que no le correspondían.
El día de mi cumpleaños número veintisiete me despertó el sonido desconocido de un despertador que no era el mío. Lo apagué entre dormida, giré el cuerpo sobre un colchón más duro y grande que el mío, y levanté la cabeza de una almohada de plumas más voluminosa.  Abrí los ojos y demoré un par de segundos en darme cuenta que estaba en el cuarto de  mi abuela. Volví a hundir la cabeza en la almohada, me tapé hasta la cabeza, y seguí durmiendo un ratito más.

miércoles, diciembre 22, 2010

Amigos Imaginarios - Joe Strummer*


La vez que Joe Strummer pasó por Montevideo lo conocí por esas cosas del destino.  Mi hermano mayor trabajaba en el aeropuerto y un día vino con el cuento de que el líder de The Clash había llegado de incógnito, con lentes oscuros, una pequeña valija y la funda de una Stratocaster. Me reí. Me imaginaba a Stummer en el precario aeropuerto de Carrasco y no le veía sentido. Pero mi hermano me miró serio y un poco ofendido, me juró que sí, que era Strummer, que él mismo le había sellado el pasaporte que decía John Mellor, su verdadero nombre.  Así que me puse en campaña, llamé a mi amiga Vicky y empezamos a buscarlo por todos los hoteles de tres estrellas para arriba, que en ese entonces no eran muchos. Pero no había rastros de Joe. Lo encaré a mi hermano en la cena, ¿me estabas jodiendo vos?, y él que no, no seas boluda, cómo te voy a mentir. Así que cambié de estrategia. Le pedimos el Chevette al padre de Vicky y salimos un sábado a recorrer el Centro y cualquier bar de mala muerte con tal de encontrarnos a Strummer acodado a alguna barra o incluso zapando en un improvisado escenario con algún músico local.
Anduvimos dando vueltas por un rato largo, lo mareamos al Chevette. Hicimos una pausa en La Pasiva de la Plaza Independencia y nos comimos dos panchos cada una con un chop a medias. Estaba lindo ahí adentro, con tanta madera que le daba ese aire cálido y el gran barril de cerveza que decoraba el final del local. Nos habíamos calmado y perdido el entusiasmo inicial; simplemente éramos dos amigas compartiendo unos panchos en La Pasiva. Mirábamos cada tanto de reojo al Chevette estacionado en la puerta, con la trompa hacia nosotras, y en eso veo un grupo de pibes cagándose a trompadas en la calle. El mozo salió a chusmear. Le dije a Vicky que se diera vuelta, era un grupo de metaleros contra unos punkies, y otro tipo que metía alguna piña y que después se dio vuelta y se hizo el desentendido. Tenía el pelo corto, una chaqueta de cuero negra, unos jeans medio ajustados y unos lentes de sol. ¡Ahí estaba! Agarré la cartera del respaldo de la silla y a Vicky por el brazo, nos fuimos corriendo sin pagar  y  nos montamos al Chevette como los Duques de Hazzard. ¿Dónde estaba? Había agarrado para 18 de Julio, así que salimos dejando la marca de las cubiertas en el pavimento y los gritos del mozo de fondo; bajamos las ventanillas y empezamos a rastrearlo. Unas cuadras más adelante lo vemos parado, fumando tranquilamente y escuchando a un viejo que tocaba el acordeón en una esquina. Lo llamamos por el nombre y se dio vuelta, desconfiado. El resto es historia. Las horas en Fun Fun tomando Uvita, Joe rasgueando la guitarra en el murito de mi casa, ir al cine Colón a ver la despedida de Los Estómagos, llevarlo al aeropuerto y saludarlo por últimas vez… Bueno, pero ese es material para contar en otra ocasión.


*Publicado en la revista Freeway, 2008.

domingo, diciembre 19, 2010

El árbol de los Vaccarezza



En casa de la familia Vaccarezza, cuando llegaba navidad, siempre había un árbol decorado. Pero a diferencia de los árboles de navidad de otras casas, los de la familia Vaccarezza siempre estaban secos. Y con esto no quiero decir que decoraban árboles secos a propósito, sino que traían a casa pinos frescos, arrancados de raíz, y se secaban a los pocos minutos. Perdían rápidamente el verde húmedo y brillante por un marrón triste y deslucido. Esto lo vi con mis propios ojos, el año que nos mudamos a media cuadra de la familia y yo pasaba todo el día jugando con los tres niños Vaccarezza.

El señor y la señora Vaccarezza trajeron del vivero un pino hermoso, con ramas frescas y abiertas, de casi dos metros de altura. Mientras lo bajaban del techo de la camioneta, yo pensaba en el pequeño árbol de plástico que teníamos en casa, y me dio bastante envidia. La pareja lo desató y lo entró a la casa como quien mueve un peso muerto, sin alegría ni brillo en los ojos. Los hijos tampoco se veían demasiado entusiasmados. “Ahí viene el árbol”, dijo el mayor, mientras se escarbaba la nariz con el dedo. “Qué pérdida de tiempo”, dijo el del medio, picando la pelota de básquetbol. “Un montón de basura”, dijo el menor, y luego se escondió detrás de mí por miedo a que los padres lo hubiesen escuchado. Los miré sorprendida. ¡Tenían el mejor árbol de navidad listo para decorar! ¡Y no estaban ni un poco contentos!

Lo colocaron en el living, junto a la ventana y cerca de la estufa a leña. Se veía precioso, como en una película. Sólo le faltaban los adornos. “Hijos”, dijo el señor Vaccarezza con las manos en la cintura, “Traigan las cajas del sótano. ¡Rápido!”. Luego me miró a mí. “Tú también puedes ayudarlos”. Los niños obedecieron pero se alejaron refunfuñando. Sabían lo que el padre esperaba: ver el árbol totalmente decorado antes de que se secara. En ese momento yo no lo sabía. Simplemente ayudé cargando alguna de las cajas. En seguida comenzaron la tarea todos juntos. El padre sobre una escalera, colocando los adornos rojos y dorados que sus hijos le iban alcanzando; la madre seleccionando las guirnaldas y desenredando las luces. Yo miraba la escena un poco desconcertada. Finalmente me senté en un a silla cercana y esperé.

Afuera atardecía y la luz natural que nos iluminaba comenzó a escasear. La familia hacía pocos comentarios, se pasaban de mano en mano un Papá Noel de cerámica, un angelito con un ala rota o una guirnalda multicolor, pero hacían el trabajo casi en silencio y a buen ritmo. Parecían sincronizados, como si cada uno supiera exactamente lo que tenía que hacer por haberlo repetido año tras año de la misma manera. El padre miraba el reloj con frecuencia, se secaba el sudor de la frente con el dorso de la mano y alentaba a los demás a continuar. Pero madre e hijos actuaban con esa celeridad de quien está deseoso de terminar el trabajo sucio para ir a hacer algo más divertido. A mi me invadió la somnolencia. De la silla me pasé a la comodidad del sillón. Ya anochecía y la madre encendió una antigua lámpara de pie que estaba junto a la estufa. Entonces pestañee, bostecé, y miré el árbol. Tenía un tono cobrizo, mortecino. Al principio creí que lo que veía era el resultado de la luz amarillenta recién encendida, hasta que me incorporé y me acerqué para ver mejor. El árbol ya no era verde. No era del verde que tenía al llegar. Debajo de las guirnaldas y los adornos no había vida. Las ramas perdieron su vigorosidad, y la punta se ladeó más de la cuenta luego de que el padre le colocara una estrella. Éste miró el reloj, bajó de la escalera y observó la obra familiar. Demasiado tarde. El árbol se había estropeado antes de que estuviera completamente decorado. Hundió la cabeza entre los hombros y salió lentamente del salón. La madre me miró como descubriéndome por primera vez. Hizo una mueca con la boca que no supe si era una sonrisa forzada o un gesto de dolor. Los niños eran los únicos a los que el incidente navideño ya no parecía afectarles, y salieron corriendo, liberados, a jugar a la vereda. Yo salí detrás de ellos, pero no me les uní. Me desvié y caminé los pocos pasos que separaban su casa de la mía con una sensación extraña. Me pregunté por qué los Vaccarezza seguían insistiendo en decorar pinos naturales. Si tuvieran uno como el nuestro, de esos que se desarman en varias partes y se guardan en el rincón de algún ropero, no tendrían año tras año la misma desilusión. Subí las escaleras y entré. De la cocina llegaba olor a galletas recién horneadas, junto a voces conocidas en entonaciones dulces y chispeantes. En la oscuridad del comedor, nuestro arbolito exhibía sus brillos más intensos, a la espera de otra cálida navidad al servicio de nuestra familia.

lunes, diciembre 13, 2010

Amigos Imaginarios - Sofía Coppola*

Salimos del Museo Shitamachi un poco aturdidas. Es difícil y a la vez revelador recorrer la Historia de Tokio en una hora, pero los guías hacen todo lo posible para lograrlo. Demasiada información para mi cerebro occidental. Sofia, mi anfitriona en esta ciudad, está mejor preparada que yo para recorrerla, pero aún así está muy lejos de entenderla del todo. Quizás sea eso lo que convierte a Tokio en un destino tan atractivo e intrigante.
Sofía es callada, habla muy bajo y viste muy bien. Es una buena compañera de viaje. Le interesa leer buenos libros y escucha música de los 80 en su i-pod. Tiene la dosis necesaria de frivolidad y ese aire neoyorquino y cosmopolita que tanto me seduce. Pero es su visión lo que más aprecio. Su modo de ver las cosas, las personas y sus emociones.
Ahora estamos en Taito-ku, un lindo vecindario alejado de las bulliciosas calles que rodean el hotel Park Hyatt. Tenemos hambre. “Vamos al Edogin. Es un  restaurante barato y cercano al mercado de pescado. El lugar con el sushi más fresco de toda la ciudad”. Frunzo la nariz con tan sólo escuchar la palabra sushi. Detesto la euforia snob de Occidente por comer pescado crudo. Sofia se pone los lentes de sol y sonríe. “Tranquila, que hay un McDonald's cerca. Pero te aseguro que no te vas a arrepentir”. Vamos a la estación Ueno y comenzamos un viaje de varios minutos. Pero hay muchas cosas que mirar. En este caso los pasajeros. Las colegialas con sus uniformes tan lindos y el pelo teñido de rubio. Elegantes hombres de negocios. Jóvenes ensimismados entre grandes auriculares y revistas manga. Señoras bien arregladas que no miran a los ojos. “Andaba mucho en metro cuando teníamos la tienda de ropa”, dice Sofia. “Pero era acá adentro donde más me nutría sobre moda. Tokio es la próxima París”.
Volvemos a la superficie y el barrio es completamente distinto al anterior. Acá hay mucho movimiento, trabajadores que van o vuelven de su hora para el almuerzo y aromas fuertes que vienen del mar.  El Edogin no es muy atractivo, ni por fuera ni por dentro. “No lo necesita. La gente viene por la comida”, dice Sofia alentándome a entrar. La carta no está en inglés, pero no importa. Detrás del vidrio reposan réplicas exactas hechas en plástico de los platos que se ofrecen. Coincidimos en que es un detalle formidable y decido guiarme por los colores y las formas. Desembolso 400 yenes y recibo un generoso almuerzo. Sofia me observa expectante mientras doy mi primer bocado. Mastico lentamente y por fin admito que está delicioso. “Te lo dije”, dice feliz y señalándome triunfante con sus palitos hashi.
Después de comer decidimos aprovechar el resto de la tarde haciendo compras. Quiero ir a Harajuku, zona famosa por sus tiendas que imponen tendencias. Sofia dice que me lleva con la condición de poder pasear luego por Yoyogi, un parque cercano. La moda de Tokio ya no es una de sus prioridades. Quizás el Yoyogi la transporte un poco a su querido Central Park, y pueda anotar ideas frescas como el sushi para su próxima película.

*Publicado en 2008 en la revista Freeway.

sábado, diciembre 11, 2010

Sangre azul



Dicen que las nenas siempre queremos ser princesas. Vivir en un mundo rosado representado hasta el hartazgo por esas horribles bitches de Disney. Bueno, ese no era el tipo de princesa que yo quería ser. Yo quería ser una princesa de verdad, y siendo muy chica me inventé una historia que mi familia festejaba a las risas, pero que en el fondo yo me creía un poco.

Luego de ver a los cinco años el casamiento de Lady Di y el otro tipo, mi imaginación se disparó. Evidentemente nunca antes había visto algo así. Era un cuento de hadas de la vida real, una cola de novia kilométrica que llegaba a mi casa en directo a través de una pantalla de tele diminuta. Desde entonces empecé a creer que esa gente la pasaba bárbaro, que por algún motivo se merecía esa vida de ensueño, y que quizás yo también formara parte de eso.

Así que le dije a mi madre que ya sabía la verdad, que yo era la hija ilegítima de Grace Kelly, y que me había tenido que dar para evitar un escándalo. Entonces mis hermanas mayores eran Carolina y Estefanía. Y un día el príncipe Rainiero iba a darme su apellido y así sería una Grimaldi más.

Con el tiempo mi sangre azul se fue diluyendo. No salí en la tapa de ¡HOLA! ni hice equitación. No tuve un yate con mi nombre ni fui amiga íntima de Athina Onassis. No fui a esquiar a los Alpes suizos ni estudié en París.

Mi vida de princesa no fue como en Mónaco, pero no estuvo nada mal. Cada tanto me llevaban el café con leche a la cama, sobretodo los sábados de mañana. Me cuidaron cuando estuve enferma. Me llevaron a la playa. Me dieron un cuarto que convertí en mi mundo, comida rica, mascotas, un hermano protector, sábanas limpias, abrazos y besos.

viernes, diciembre 10, 2010

Medieval


Soy la leona rampante. Soy la que cruza a caballo infinitos dominios para encontrarte. La que sufre por amor. Soy la que blande su espada contra quienes pronuncian tu nombre en vano. Soy la que envía flores y escribe poemas, la que se desvela recordando los ojos que anidan en el interior de mi brillante y dudosa armadura. Soy la que espera debajo de la lluvia. Pertenezco a la Orden de los que saben que el tiempo se agota, que este no puede perderse con rodeos en los bosques que circundan tu castillo. Soy la que hace el papel de amable bufón para robar tus sonrisas. La que dibuja en su vieja libreta mil versiones de tu noble perfil. Soy la dama que lava tus heridas. Soy la que encabeza valerosa sangrientas batallas, en una cruzada del instinto. Soy la que reparte monedas para conseguir noticias tuyas. No soy la pasiva princesa en la torre, esperando sin esperanzas la llegada de su guerrero. Como quizás hayas visto en las ferias y plazas, los trovadores hablan de mí; cuentan cómo me convertí en tu incondicional caballera. La que te busca por caminos encantados y apestados de ladrones. Quizás ya sepas, que eres el hechizo que Merlín no pudo extirparme.