viernes, enero 12, 2018

Banana Yoshimoto: Japón no está tan lejos

Nota publicada en el portal de la librería Escaramuza el 11 de enero de 2018: http://bit.ly/2D8beOp



Quizá la mayoría de nosotros nunca visitemos Japón, y, sin embargo, hay autores que alimentan nuestros deseos de viajar por sus versiones posmodernas y for exportde tierras niponas, provocándonos ensoñaciones y nostalgia por lugares que nunca hemos visto. Es el caso de Banana Yoshimoto (Tokio, 1964) autora que, pese a ciertas similitudes, sería injusto colocar a la sombra de Haruki Murakami. Lo que los une, sí, es que son dos de los escritores contemporáneos más populares dentro y fuera del archipiélago.
La cuenta de Instagram de Yoshimoto muestra fotos de platos orientales tan extraños, coloridos y frugales como su prosa. Desde la aparición de Kitchen (1988) primera novela editada cuando tenía veintitrés años, su obra ha dejado entrever un particular interés por la comida: «Estoy interesada en los sentimientos que las personas tienen cuando preparan un plato», dijo. «Cuando comen, los personajes pierden el estado de extrema tensión, se relajan y adquieren de repente el toque humano. Es muy importante describir ese momento y atrapar su humanidad.»
Pero Kitchen es mucho más que un libro que habla sobre comida. Es una gran novela de iniciación cuyo éxito radica en que nos muestra una generación alejada de la tradición; es un viaje intimista y contemporáneo de la mano de jóvenes angustiados que buscan superar el dolor de la pérdida: un Japón a la medida de los lectores occidentales.
Yoshimoto se crio en un ambiente más libre que el de la mayoría de los niños japoneses. Su padre Takaaki fue un intelectual y líder del movimiento estudiantil a fines de los sesenta, su madre Kazuco era poeta y su hermana Haruno Yoiko es una reconocida dibujante de manga. En la Universidad de Nihon, en Tokio, decidió comenzar a escribir bajo el seudónimo de Banana (su nombre real es Mahoko) gracias a su amor por la flor del plátano, la que considera «adorable y andrógina». Kitchen recibió algunos de los premios literarios más importantes de Japón, pero no fue hasta comienzos de los noventa, cuando se tradujo a varios idiomas, que su popularidad se extendió por todo el mundo.
Luego vinieron más de una docena de novelas, ensayos y libros de relatos como El lagoRecuerdos de un callejón sin salidaAmritaLagartijaTsugumi, y el celebrado libro de cuentos Sueño profundo (todos editados por Tusquets). El mundo que nos retrata Yoshimoto está lejos de la tecnología enajenante y la Tokio superpoblada. La vida transcurre en una realidad particular, a veces delirante, densa y extraña como un sueño de verano. Sus personajes rara vez salen a la calle, pero hablan con fantasmas, duermen, reflexionan y se despabilan con la pasión por la comida. El mundo interior de los personajes es mucho más rico que el entorno, y sus cavilaciones nos enfrentan a dilemas universales: «Mis novelas y mis ensayos tratan sobre preocupaciones que la gente prefiere evitar o no pensar demasiado. Creo que yo recojo aquel sentimiento abandonado que alguna persona ha evitado afrontar porque le resulta muy duro».
Pero sus textos no son tristes o pesimistas. O en parte sí, pero no solamente. A través de una escritura poética, bella y despojada, la autora sabe cuidar a sus personajes. Hay bocanadas de aire fresco, hay delicadeza, florecimiento y contemplación; una fuerza inexplicable que, pese a los conflictos de la vida, los saca a la superficie.


Muriel Spark: el secreto escocés mejor guardado

Nota publicada en el portal de la librería Escaramuza el 11 de diciembre de 2017: http://bit.ly/2FtHDgZ


Cuando en 1957 Muriel Spark publicó The Comforters, su primera novela, era una mujer de 39 años con una existencia llena de penurias económicas, dolencias físicas y crisis emocionales. Pero a partir de ahí, y durante dos décadas, editó casi una novela al año, además de cuentos, obras de teatro y ensayos, y no le llevó demasiado tiempo convertirse en una de las escritoras británicas más singulares y estimadas del siglo XX.
Hija de un ingeniero judío y una profesora de música presbiteriana, Muriel Camberg nació en Edimburgo en 1918. Desde muy temprano tuvo interés por la literatura, y a los catorce años ganó una competencia de poesía que conmemoraba el centenario de la muerte de Walter Scott. Siendo muy joven se inscribió en un curso de escritura en el Heriot Watt College de Edimburgo, pero no fue a la universidad, en parte porque sus padres no podían pagarla y en parte porque, según ella, «muchas chicas que estudiaban en la Universidad de Edimburgo eran bastante aburridas y serias, sin estilo o encanto».
En 1937 se casó con Sidney Spark, un profesor con el cual se mudó a Rodesia. Allí nació su hijo Robin, y pronto descubrió que su esposo sufría de profundas depresiones y era tendiente a tener fuertes ataques de ira. Regresó sola a Londres en 1944, donde trabajó en la Oficina de Inteligencia redactando mensajes para confundir a las tropas alemanas. Ahorraba dinero para traer de regreso a su hijo, a quien dejó en cuidado de sus abuelos en Edimburgo, y vivió en un hogar para señoritas londinense que luego le serviría de inspiración para su aclamada novela  The Prime of Miss Jean Brodie (1961), llevada al cine y al teatro.
Los problemas económicos continuaron luego de la guerra, pero fueron aliviados gracias a su amigo Graham Greene, quien la apoyó con una mensualidad de veinte libras para que continuara escribiendo. Su suerte cambió en 1950 cuando ganó un prestigioso concurso de cuentos en The Observer, y un año más tarde publicó una biografía de Mary Shelley que se convertiría en un abordaje fundamental de la autora de Frankenstein. En 1954, mientras atravesaba una especie de crisis existencial, decidió convertirse al catolicismo, hecho que tensó la relación con su hijo, con quien apenas tuvo contacto durante el resto de su vida. Ese mismo año, y luego de un tiempo viviendo en Nueva York, se mudó a Roma y luego a Civitella della Chiana, un pequeño pueblo en la Toscana donde vivió hasta su muerte en 2006. En 1992 recibió el Premio T. S. Eliot; en 1993, el título de dama del Imperio británico y, en 1997, el Premio de Literatura Británica.
La literatura de Spark evade cualquier convencionalismo, es difícil de encasillar y, quizá, es ahí donde reside su fortaleza: irónica, elegante, mordaz, reflexiva y divertida, su legado son libros que se mantienen vigorosos y llenos de encanto. La autora recurre a sus propias experiencias de vida y las manipula a su antojo con una mirada personalísima. La levedad o lo breve de sus textos no la hacen trivial ni impiden que desmenuce con agudeza y pluma innovadora temas como la creación literaria, la religión, la muerte, el poder o las miserias humanas.
En español se pueden disfrutar varias de sus obras gracias a las editoriales La Bestia Equilátera e Impedimenta, que en los últimos años han rescatado título como Robinson, Muy lejos de Kensington, La intromisión, Los encubridores, Memento Mori, Las señoritas de escasos medios y Los solteros.


martes, diciembre 22, 2015

Ya no sé qué camino tomar*




1.
La última vez que estuve en Buenos Aires fue por amor.
Cuando dejé de tener ese amor, perdí el interés en
volver. Desde entonces la ciudad se convirtió para mí en
sinónimo de amor fallido. Buenos Aires era la responsable
de mi desazón y no me interesaba nada de lo que tuviera
para ofrecerme. Así que simplemente dejé de visitarla.
Ahora, después de casi un año, vuelvo por mí. No
regreso para encontrarme con nadie. La persona amada
no me espera a la salida del puerto, y al parecer duele
menos de lo que imaginaba. Sí me espera un señor al que
no conozco con un cartel entre sus manos que lleva mi
nombre, escrito con una imprenta azul y prolija.
Lo saludo con un apretón de manos. Ya quiero
encontrarme con los otros escritores. Vivir la ciudad
desde mi perspectiva.


2.
Tomo un taxi a la salida de una fiesta en San Telmo. Le
digo al conductor que voy al Centro Cultural Recoleta, que
tome por el cementerio y pase la iglesia. Son las seis de la
mañana y la ciudad está muy tranquila. Vamos rápido,
haciendo en pocos minutos un recorrido que a media
tarde en otro taxi me llevó casi una hora. Hay algo del
viajar en taxi, también en Buenos Aires, que me da pudor.
O casi vergüenza. Subir a un auto luego de tomar cerveza
y divertirme, y tener que pedirle a la persona de turno,
generalmente adormilada, que me lleve a destino. Miro
la nuca canosa del conductor y pienso, como tantas otras
veces, en lo solitario de este trabajo, en las ganas que quizás
tenga él de estar abrigado en su cama en vez de dar giros
y cuidarse de los rateros en cada semáforo en rojo. Creo
que en esta ciudad los taxistas, o los tacheros, son medio
personajes. Están los que se hacen los amables y luego
te pasan billetes falsos, como le pasó a Elvira el otro día.
Hay de los otros, los realmente simpáticos, los honestos,
los que tienen historias interesantes para contar. Está el
que nos mostró fotos de él mismo dentro de una jaula con
un tigre de bengala inmenso. O el que luego de una amena
charla sobre las bondades de Montevideo me vendió un
disco de tango a 30 pesos: “Son todos originales, elegite el
que más te guste”.
Pero ahora con este hablo poco, hacemos comentarios
sobre los cortes por la carrera de TC 2000 y los
embotellamientos; confiesa con voz cansada que prefiere
trabajar a esta hora, que va a destiempo con el ritmo de
la ciudad pero que no afecta tanto sus nervios. En los
momentos de silencio miro hacia afuera, dejo que me
invada el sueño mientras miro portales de edificios,
balcones y puertas dobles, fachadas grises y tan parisinas.
Los grafittis y las pegatinas son la voz de políticos que no
me hablan a mí. Las persianas metálicas de los cafés están
bajas y bien cerradas. La luz artificial es débil, se deposita
en diversos puntos suavemente: tiene algo romántico,
propicio para la melancolía. Esta calma inusual provoca
respirar hondo. Bajo la ventanilla y lo hago.
Cuando nos estamos acercando a destino, el hombre
comienza a contarme la historia del edificio donde me
estoy quedando. “Fue un asilo de ancianos; un loquero”,
comienza a decir con voz ronca, y eso es suficiente para
que mi atención se fije en los ojos que me miran por
el espejo retrovisor. “Eran todos predios municipales,
pero cuando hicieron el Centro trasladaron a todos los
viejitos, pobrecitos, andá a saber dónde los metieron”.
Enseguida pienso en mi habitación, poblada de camas
y con olor a viejo, y me retuerzo en el asiento. El taxista
parece no solo conocer la historia, sino también conocer
la fisonomía del edificio. “Salían a andar y a tomar el sol en
la terraza, en esa que está por encima del pasillo”, afirma.
“Es el balcón que está en mi piso”, pienso. La foto con la
cara del conductor está en un papel plastificado, detrás
del asiento del acompañante. Se llama Carlos Fernando.
“Gracias, Carlos Fernando”, me digo. “No voy a dormir por
tu culpa”. Cruzo con disimulada calma el pasillo oscuro
en dirección a la residencia y trato de saborear el miedo.
Me imagino fantasmas decrépitos envueltos en batas
deshilachadas, agonizantes sobre colchones de lana, justo
en mi habitación. Pero resultan bastante discretos, y mi
presencia les es indiferente. Ni siquiera se molestan en
mirarme cuando me cubro hasta la cabeza con el acolchado.

3.
Una de las cosas que me atrae de Buenos Aires es
la diversidad cultural y la cantidad de comunidades de
diferentes orígenes étnicos y religiosos. Quizás esto no
sea algo que haga sentir a los porteños especialmente
orgullosos, pero a mí me hace pensar en una ciudad
verdaderamente cosmopolita y mucho más rica. Una noche
me encontré con unas amigas en un restaurante peruano
ubicado en la zona del Abasto. El ochenta por ciento de
las mesas estaban ocupadas por familias peruanas, y el
mismo local era llevado adelante por una familia andina.
No se trataba de un lugar refinado ni que ostentara la
comida peruana sofisticada y contemporánea que hoy
se considera tan top en todo el mundo, sino una especie
de fonda con fuerte olor a frito y condimentos, con un
guitarrista que entonaba canciones tristes mientras los
niños correteaban entre los comensales. Los platos venían
con porciones generosas, como si los hubiese servido una
madre, y de hecho mantenían ese sabor de hogar. El ceviche
y la comida chifa no podían faltar, y ese lugar de encuentro
me hizo pensar que esta ciudad es mucho más que la
imaginería de sombreros de gacho y medias de red. Por
ejemplo, el supermercado chino al que voy todos los días a
comprar leche, pan y fiambre para la hora de la merienda.
El muchacho que atiende en la fiambrería, al fondo del
local, apenas habla español. Se las arregla para entender el
pedido con amabilidad, repitiendo como un eco defectuoso
las palabras del cliente. Esta tarde, al llegar a la cocina de
la residencia y desenvolver el paquete, me doy cuenta
que el papel de estraza fue plegado de forma poco usual,
doblado aquí y allá como si fuera una especie de ejercicio
de iniciación a la papiroflexia china. Sonrío y mi sándwich
está más rico con esta especie de regalo milenario.


4.
Me pongo mis championes más cómodos y salgo a
caminar sin rumbo. El otoño puso linda la ciudad y el
frío de los primeros días parece haberse disipado para
dejar lugar a una temperatura tan placentera como la
de una incubadora. Doblo las esquinas aquí y allá, y voy
encontrando calles, baldosas, fachadas y rostros que
nunca antes había visto. A diferencia del resto, que parece
tener apuro por llegar a alguna parte, lo mío tiene un dejo
turístico: voy a velocidad crucero, disfrutando del sol en la
cara y absorbiendo con calma todo el entorno. El aire huele
a smog, a cemento tibio y a árboles centenarios. Los autos
recorren las avenidas dejando una estela de zumbidos
a la cual una se termina acostumbrando. Recorro unas
cuadras de Santa Fe y hago eso que tanto me gusta:
esquivar y ser esquivada. En Montevideo no tenemos
concentraciones de personas tan densas como acá; donde
más nos amontonamos es en los ómnibus y ese no es un
acontecimiento particularmente agradable. Pero acá los
transeúntes dan a las veredas una impronta de vitalidad, la
ilusión de que están pasando cosas importantes. Acelero
el paso y casi sin pensarlo desaparezco en la primera
entrada de subte que encuentro. Espero pacientemente
detrás de la línea amarilla y me maravillo como otras
veces de este espacio paralelo, con una lógica y ritmos
tan diferentes a los de la superficie. Me emociona la
vibración in crescendo, el sonido metálico que se acerca
a la estación, el resoplido de las puertas al darnos paso.
Me subo al vagón y me dirijo no sé bien adónde, quizás
algunas paradas más hacia el Centro, solo para transitar
un poco el mundo por este lado.


5.
Los parques son los pulmones y centros de
esparcimiento de esta ciudad que le da, no sé por qué, la
espalda al río. Siempre me llama la atención ver a bañistas
sin arena, personas en bikini y traje de baño acostadas en
el medio de la ciudad; es ridículo, pero lo siento casi como
un acto impúdico si no hay agua cerca.
Me reúno con unas amigas para tomar mate sobre
el césped y aprovechar el sol de la tarde. Entre cebada y
cebada voy husmeando lo que pasa alrededor. A unos pocos
metros una mujer juega con sus dos perros. Ejemplares
de raza, pequeños, muy bien cuidados. Les tira pelotas
de tenis y los alienta con palabras dulces. Se la ve feliz y
compenetrada con cada hazaña de sus cachorros.
A los pocos minutos llega otra mujer, también con su
perro. Ambas se saludan con un beso en la mejilla. Los
perros también se saludan. La recién llegada tiene el
rostro deforme por las cirugías, la boca violentamente
pintada y el pelo recién salido de la peluquería. Al rato dos,
tres, cuatro señoras más llegan con sus compañeros y les
sueltan la correa. Todas se conocen. Los perros celebran a
los recién llegados. Corren frenéticamente, se persiguen,
dan saltos inesperados ante sus amas. Ellas se carcajean,
les celebran cada nueva ocurrencia, ponen límites sin
convicción. A veces detienen la charla para mimarlos,
acariciarlos y hablarles con voz aniñada. Sacan comida de
una bolsita, los premian.
Me olvido de la escena por un rato y me concentro
en nuestra charla, que solo es interrumpida minutos
después por un perrito que se acerca, que huele nuestras
pertenencias y nos lame la cara. Su ama, la señora de las
cirugías, está de pie a pocos pasos. Mira el cielo y nos
pregunta: “¿Conocen esa luna?”. Desconcertadas, giramos
las cabezas hacia la luna creciente. “Es la mejor luna para
tomar decisiones, para casarse, para enamorarse, para
empezar cualquier cosa”, dice con entusiasmo. No lo sabía.
“También para cortarse el pelo” acota una de mis amigas.
La dama del perrito sonríe y desaparece tan rápido como
llegó. En el aire queda sorpresa, desconcierto, y un poco
de olor a caca de perro. La luna sigue llenándose aunque
no nos demos cuenta.


6.
¡Ah! Las librerías. Placer supremo. Significa tener
acceso a cosas que en Montevideo es difícil o incluso
imposible conseguir. Muchas tienen el valor agregado de
un café, una vinoteca, esas cosas que hacen a la lectura
más amena y acogedora. No sé cómo voy a disponer en
la valija los libros que compro, pero eso es algo de lo que
me preocuparé el último día. Por ahora libros es lo único
que llevo. Elijo una antología de escritores porteños, una
edición del irreverente Copi que incluye el cuento “El
uruguayo”, un libro de haikus de Ryookan, uno de Neil
Gaiman para mi sobrina y varias cosas más. En una librería
de Palermo me nace un nacionalismo absurdo y me doy
el gusto de pelear un poco a la dueña y a los empleados.
Un libro de Horacio Quiroga se muestra orgulloso en la
sección de literatura argentina. “Acá hay un error”, les
digo, y tomo el libro. “Horacio Quiroga es uruguayo, lo voy
a poner acá” y lo dejo una estantería más allá, en literatura
hispanoamericana. Antonio está conmigo y celebra mi
acto chauvinista. Solo a él parece causarle gracia mi
intervención. Los demás sonríen a medias, levantan los
hombros como diciendo “Bueno, es rioplatense”. De hecho,
desde atrás del mostrador alguien dice algo de eso, que
Quiroga también les pertenece. Recuerdo a una amiga
que insiste en que los argentinos, o más bien los porteños,
tienen la manía de apropiarse de todo, que ya es como un
deporte nacional, y que tenga cuidado porque también
puede pasarme a mí. Doscientos años de historia resumidos
en dos secciones de una librería, porque la hermana mayor
amenaza nuestra autonomía también en la literatura. Y
yo, en tierra extranjera, me pongo tontamente camisetera,
como si eso realmente me importara, como si Horacio
necesitara de mi mano justiciera, o como si su nacionalidad
fuera realmente lo importante. En estos días los libros y los
lectores de Buenos Aires viven cosas peores: una normativa
de la secretaría de Comercio Interior que amenaza con
trancar publicaciones extranjeras. La gente se alarma con
razón, y se torna un tema nacional que afortunadamente no
pasa a mayores. Un susto que deja en evidencia que lo más
importante no es en qué estantería estén los libros, sino
simplemente que estén.


7.
Azcuénaga es tu calle. Es una calle larga, que comienza –
irónicamente– ahí donde termina la vista desde mi ventana.
Su nombre, lo sé ahora, se refiere a Miguel de Azcuénaga,
que yace a pasos también de mi habitación, en el cementerio
de la Recoleta. A la calle siempre le dijimos “Azcue” como
sinónimo de refugio transitorio, tu hogar en una ciudad que
no nos pertenece. Hoy no tengo por qué recorrerla, pero lo
hago. Es una de las pocas calles en esta ciudad que tiene un
significado para mí, que conozco palmo a palmo. Me deslizo
como llevada por la corriente. Parezco movida por un GPS
rústico y emotivo; soy un caballo de balneario, de los que
siempre vuelven a casa solos luego del mismo paseo. No
voy a tu encuentro, pero la calle, solo con su nombre en las
esquinas, me transporta a un lugar reconocible y seguro.
¿Estarás en la cocina? ¿Ordenando tu cuarto? Me detengo
por curiosidad en la vidriera de una agencia de viajes. Dos
banners que miran hacia la calle hablan de Cancún, Playa
del Carmen, Florianópolis o destinos así, llenos de arena
blanca y agua transparente. Lugares para enamorarse u
odiarse. Lugares de los que no se puede escapar. ¿A dónde
ir? Del hotel a la playa, de la playa al hotel. Buenos Aires
tiene tantos vericuetos, puntos y líneas punteadas, tantas
alternativas y vías de escape, que no puedo seguirte. Azcue
va hacia tu casa. Hacia vos, ya no sé qué camino tomar. No
hay Guía T que me lo explique.

































*La Ciudad Contada
Buenos Aires en la mirada de la nueva narrativa hispanoamericana. (Antología) 2012

http://letras.s5.com/la_ciudad_contada.pdf


domingo, noviembre 08, 2015

Café Literario

Una charla con el periodista Alfredo Fonticelli.

Hablamos de literatura, pero también sobre música, comics, Madonna y la Mujer Maravilla.



jueves, octubre 08, 2015

Planeta Wakhker*



Cuando llegamos al planeta Wakhker aún era de día. La escotilla de la nave se abrió y encendimos el mecanismo de la escalera. Mientras esperábamos que se instalara miramos el panorama. Los famosos búfalos robóticos de los que habíamos leído en la Academia caminaban y levantaban polvo alrededor de la pista de aterrizaje. Eran parte del comité de bienvenida. Búfalos metálicos que hacían el ademán de pastar y de mirar hacia el horizonte, pero que no respiraban porque estaban rellenos de circuitos, cables y soldaduras. Ahora podía agregar a mis experiencias de viaje el haber visto búfalos. En la Tierra estaban extintos, pero al menos en esta parte del universo podía encontrarme con los famosos especímenes de Wakhker.
Un humano con aspecto de hippie de Woodstock me recibió en la pista. Era uno de los tantos voluntarios y amantes de la cultura nativa norteamericana que se habían instalado en este planeta para preservarla, o al menos reproducirla lejos de la Tierra. De hecho allí las antiguas tribus eran casi un mito, una leyenda difícil de rastrear. No quedaban evidencias de su pasaje por las vastas llanuras, y lo poco que había sobrevivido había sido rescatado y trasladado a Wakhker con fervor religioso.
Los humanos que se trasladaron a este planeta no necesariamente tenían sangre cherooke, miwok, nootka o sioux. Algunos eran descendientes de las antiguas tribus, pero otros, como este sujeto que me esperaba, eran seguidores entusiastas de los amerindios del norte y entregaban su vida a la titánica tarea de volverlos a la vida en un nuevo destino.
Recorrimos a caballo un par de kilómetros hasta llegar a Gadohi, la población más cercana. El paisaje era árido y rojizo, pero se adivinaba en el horizonte el joven e inmenso bosque espiritual de piceas, cedros y pinos, indispensable para la medicina de los lugareños. Al final del camino se alzaban decenas de tipis. Se recortaban majestuosamente contra el cielo plomizo; algunos humeaban, pero no se avizoraban sus habitantes.
Dejamos los caballos junto a otros que pastaban al borde del camino y nos adentramos en la población. Mágicamente aparecieron niños que nos miraban con curiosidad y que le hablaban al guía en una lengua que yo desconocía. El hombre pareció preguntarles algo y uno de ellos se nos adelantó.
Es el hijo menor del jefe Seatl.
El jefe Seatl era el hombre que yo había ido a ver. Debía entregarle un mensaje de mi Capitán.
El niño entró a un tipi que se encontraba en el medio del poblado. De la tienda -hecha de una especie de lona náutica- se asomó la cabeza de una mujer de mediana edad, de ojos pequeños y pelo color azabache. Escuchó lo que el guía tenía para decirle e inmediatamente nos invitó a pasar. Una vez dentro comprobé que la vivienda era más grande de que lo que parecía desde afuera. Saludé a la mujer con un movimiento de cabeza y noté con tenía el vientre redondo y amplio. Hacía muchos años que no veía a una mujer embarazada. Qué extraño encontrarme con algo tan en desuso, una matrioska de carne y hueso. Me costó sacarle los ojos de encima. Frente a nosotros, cerca del fuego, una silueta en cuclillas y envuelta en una manta de lana nos daba la espalda. Un niño de párpados apretados yacía en  el suelo en una especie de saco de dormir. La mujer dijo algo en voz baja, el guía asintió y luego se dirigió a mí.
El jefe Seatl está preparando un brebaje de cálamo. Su hijo mayor está enfermo.
Entonces nos quedamos en silencio, de pie, esperando que algo sucediera. Pasaron quizás un par de minutos, y cuando la situación comenzaba a incomodarme la silueta se movió. Nos mostró su perfil y en la penumbra percibí su piel. Levantó la cabeza del niño y colocó en sus labios un cuenco. El niño, obediente, bebió. El jefe Seatl volvió a darnos la espalda y se puso de pie. Pensé que iba a llegar a lo más alto de su tipi. Era inmenso. Giró y vino a nosotros con paso lento. Se detuvo a poco más de un metro y saludó con un movimiento de cabeza. Hice lo mismo, y enseguida miré a mi acompañante en busca de apoyo, de una señal que me dijera qué había que hacer a continuación. Si bien sabía que no debía temer, la inmensidad del jefe me había dejado perpleja. Pero el hombre a mi lado estaba encandilado, quizás por la aleación de metales de aquel majestuoso anfitrión.
Entonces recordé a lo que había venido, y busqué en mi morral el sobre que me había confiado el Capitán. Se lo extendí. El jefe Seatl lo tomó con tanta delicadeza que sentí que el sobre simplemente había sido teletransportado hacia su mano.  
Lo abrió y quitó la carta de su interior. La leyó, o al menos eso me pareció, y luego me miró. De la zona de su boca apareció una lengua larga y filosa. Retrocedí un paso. Sus ojos se encendieron. Y entonces comenzó a hablar. Pero ni la boca ni la lengua articulaban sonido. La voz clara y humanoide provenía de su interior, fuera lo que fuese lo que tenía ahí dentro.
Ninguna base terrícola se instalará en este planeta. Ninguna —comenzó a decir—. Ya corrompieron su hogar, ya murieron en su propia mugre. Domaron todos los caballos y eliminaron los búfalos. Invadieron hasta el último secreto del bosque. Aquí estamos en casa y nuestra tierra no está en venta. Dígale eso a su jefe. Siempre habrá un lugar para un visitante, para un amigo, para un viajero cansado de las estrellas. Pero haremos las cosas diferentes. El Gran Espíritu fue muy claro. Los humanos no forman parte de este nuevo plan dijo, y me extendió la carta y el sobre.
Se suponía que yo estaba en ese lugar para funcionar como intermediaria, para negociar y lograr el mejor resultado para mi Capitán y la tripulación. ¿Pero qué podía hacer? El Jefe Seatl se había dado la vuelta, había dado por terminada la reunión.
Estaba a punto de decir algo cuando el guía me tomó del brazo. La mujer corrió la tela del tipi y nos invitó a retirarnos. El hijo menor nos miraba indiferente desde un rincón, mientras el jefe volvía a su medicina y al niño enfermo.
Dejamos que los caballos regresaran mansamente. La noche se acercaba y el aire frío del este nos mantenía rígidos en nuestras monturas. Pensaba en la cara del Capitán cuando le devolviera el sobre. Por alguna razón me causaba más gracias que preocupación. Mi Capitán siendo rechazado. Seguramente era un espectáculo digno de verse. Tanto como el águila calva que comenzó a volar en círculos sobre nuestras cabezas. El hombre sonrió.
No se preocupe, todo va a estar bien dijo señalando el ave—. El gran chamán hará que este viaje no haya sido en vano, ya verá.
  







* Una historia perdida de “Guía para un universo”

Ultratón*


Me enteré muy temprano, leyendo los titulares de los diarios en el quiosco. “Incógnita: Ultratón desapareció del depósito de Canal 12”. El juez galáctico-televisivo que observó a más de una generación infantil había sido robado. Enseguida compré un diario. Con la nota se adjuntaba una foto añeja, de cuando el robot era toda una institución, y el corazón se me hizo añicos.
Cuando llegué a la facultad me enteré que esa noche se armaba una marcha por 18 de Julio. Ultratón tenía que aparecer, o íbamos a envejecer sintiendo que nos habían quitado un brazo.
Cuando fuimos al bar de la esquina la radio estaba prendida y escuchamos a Emiliano Cotelo hablar por teléfono con Cacho de la Cruz. Al parecer Cacho se adhería a nuestro dolor, pero en ese momento sentí que no era totalmente consciente de lo que esto significaba para nosotros. Habíamos crecido bajo la mirada atenta de aquella máquina, le habíamos tenido respeto, cariño, amor, y a veces hasta un poco de miedo, porque él nos observaba desde el cielo durante la semana, y después exponía nuestras peores faltas ante todos. Ultratón nos había hecho crecer como personas rectas.
A las ocho en punto comenzó la marcha, y los ánimos se entremezclaban. Estaban los que andaban silenciosamente, con paso lento, y estaban los que prefirieron recordarlo con más alegría. Un chico de Psicología se había improvisado un traje con un tanque y unas mangueras gruesas que actuaban como brazos. Más allá un grupo no cesaba de repetir con euforia: “Desde la inmensidad del espacio... llega para los niños... ¡Ultratoooooon!...”. Y continuaban con fervor: “Decir cosas feas, es asunto grave, antes de decirlas, ¡boquita con llave!”. Al ver todo eso se me hizo un vacío en el pecho, lleno de melancolía. Por mi cabeza pasaron miles de imágenes, algunas en blanco y negro y otras en color. Casi podía sentir esas tardes de sábado frente a la tele, los restos de “Ricardito” alrededor de mi boca, las cajitas de caramelos “Plucky”, “Alejandro Vascolet” caminando por la pared, el trencito trucho de las galletitas “Chiquilín”, las bolsitas de “Tico-tico”...
Cuanto más avanzábamos, más gente se nos unía, pero las edades ya habían dejado de ser tan parejas. Los que subestimaban el poder de ese tanque de lata, comenzaron a darse cuenta que la cosa venía en serio. Algunos políticos hicieron declaraciones, expresando que “lamentaban mucho lo sucedido, y eran conscientes de que Ultratón era prácticamente un patrimonio nacional”. Incluso se corrió la bola de que un partido quería incluirlo entre sus candidatos para las próximas elecciones.
Al final de la marcha éramos miles de personas. En la plaza Cagancha se improvisaron varios “palos enjabonados” y nos quedamos hasta pasada la medianoche.  Nos fuimos a dormir con más esperanza.
A la mañana siguiente fui directo al quiosco. Desde lejos lo reconocí en la portada de todos los diarios. Ahora ocupaba toda la portada. Ultratón había sido hallado en la madrugada flotando en el arroyo Miguelete. Lo mostraban recién sacado del agua, chamuscado, con basura entre sus brazos, mientras tres bomberos lo sostenían. Había un solo sospechoso: Cacho de la Cruz. La muchacha del quiosco sonrió. “Mirá si va a ser el Cacho… estos del diario inventan cualquier cosa… ¿para que iba a querer tirarlo en el Miguelete?”. Yo me encogí de hombros, pero la pregunta anduvo en mi cabeza durante todo el día.
La incógnita se mantuvo hasta esa tarde, cuando el payaso Pelusita se declaró como cómplice de Cacho. Vi cuando lo entrevistaban en el informativo. “Cacho me pidió que lo ayudara”, dijo. “Habíamos tomado unas copas y recordamos viejos tiempos y nos dimos cuenta que los chicos que nos miraban sólo recordaban a Ultratón, que pedían su retorno, ya sea para sus hijos, sobrinos, lo que fuera…” y prosiguió: “a Cacho le molestó que ese tanque de lata tuviese con el tiempo más popularidad que él… así que fuimos al depósito, forzamos el candado y lo robamos… Después pasó lo que ustedes ya saben…”
Cacho y Pelusita quedaron libres.  Ahora sólo falta esperar el nuevo programa que va a lanzar Canal 12 dentro de pocos días: “El show de Ultratón”. Me alegro por él, pero para mí siempre se verá mejor en blanco y negro.




*Cuento de "Posmonauta", 2001.


miércoles, julio 08, 2015

Los libros de tu vida



Los libros favoritos de Madonna:
  • War and Peace - León Tolstói 
  • To Kill a Mockingbird - Harper Lee
  • The Catcher in the Rye - JD Salinger
  • The Heart is a Lonely Hunter - Carson McCullers
  • For Whom the Bell Tolls - Ernest Hemingway
  • As I Lay Dying - William Faulkner
  • Giovanni’s Room - James Baldwin
  • The Bell Jar - Sylvia Plath





viernes, mayo 15, 2015

Los bolches



Cuando estaba en el liceo mis amigos y yo éramos los bolches. Era el rótulo que nos habían puesto los demás. Eso quería decir que tomábamos como propias todas las causas, hasta las perdidas o las inexistentes. Éramos los primeros en salir a defender al compañero suspendido por romper el vidrio de una ventana de un pelotazo, o a la piba que se había anotado todo el resumen de biología en el dobladillo de la pollera. Sentíamos que todo era una mierda, y a la vez, no. Antes de entrar nos juntábamos en las escaleras. Tomábamos mate y fumábamos. Nico llevaba la matera, el mate y el termo, y entre todos hacíamos la baquita semanal para comprar yerba. Cuando faltaba algún profesor, o cuando simplemente no pintaba entrar a clase, jugábamos al truco en el bar de la esquina. El gallego no nos quería vender cerveza, pero si no hacíamos mucho barullo nos dejaba ocupar una mesa. Qué botón el gallego. Bien que cuando iban las trolas de la otra clase y le hacían caiditas de ojos les regalaba un chop para que lo tomaran entre todas. Nosotros no nos quemábamos. Con el mate lavado la íbamos llevando. Lo importante eran los campeonatos de truco que armábamos. Eran impresionantes. A Nico y a mi casi nunca nos ganaban. Éramos la pareja top entre los bolches. La pareja linda. Yo usaba la camisa leñadora de Nico. Y teníamos el pelo igual de largo. Me encantaba el pelo de él, me gustaban los pibes de pelo largo en esa época. Y pensaba que me gustaba su aliento a tabaco y yerba, y su olor a jabón de lavar y a humedad. Siempre estábamos juntos. Llegábamos al liceo de la mano, y a la salida me acompañaba a la parada del ómnibus. Éramos los que llevábamos la batuta en las asambleas. Aunque yo era más la secretaria que tomaba nota y él era como la versión teen del Che. Nico era respetado. Tenía ese aire místico cuando se quedaba pensativo y cebaba mate. A mi me gustaba su lado justiciero, su permanente estado de alerta frente a la autoridad. Un invierno hubo una marcha de todos los liceos. Fue increíble. Estuvimos una semana pintado banderas y armando pancartas. Y él iba delante de nosotros, con la cara tensa, animando a todos a seguirlo con los cánticos y las palmas.
Todo era así, lindo. Las remeras Hering negras se iban destiñendo, y a mi me parecía que era lo único que perdía color. Hasta que pasó lo que tenía que pasar. Resulta que entró un pibe nuevo. Hank. Era hijo de un inglés. Era medio concheto. Todos los días se paraba el jopito con gel. Tenía un par de remeras Lacoste y un vaquero Pepe Jean que le había traído el viejo de Londres. Y se afeitaba los tres pelos que tenía, pero se ponía un after shave que nos empezó a tener locas a todas. Hasta a nosotras, que parecía que esas cosas no nos iban. Si, a las bolches, las hippies, las sucias. Porque preferíamos ser eso que ser las conchetas, las huecas. Las que iban a bailar marcha todos los sábados. Todas esas lo rodeaban. Pero él se hacía amigo de todo el mundo. Era como que no tenía prejuicio con nadie. Un día se puso a jugar al truco con nosotros. Y hasta nos consiguió cerveza, porque al gallego le gustó eso de tener a un inglés en el bar mugroso. Era bueno jugando al truco. Le dio unas cuantas palizas a Nico. Yo pensé que Nico lo iba a empezar a odiar, pero cosa rara, se hicieron amigos. Muy amigos. Entonces los tres fuimos inseparables. Él también me acompañaba a la parada. Iba con nosotros a todos lados. A mi no me molestaba. A Nico tampoco. Pero no pasó mucho tiempo hasta que a mi me empezó a molestar Nico. Quería estar sola con el inglés. Las veces que nos habíamos puesto a charlar sin Nico en el medio, yo sentía que flotaba. Se podía hablar de todo con el inglés. Era conversador, no como Nico. Y como tenía tres hermanas mayores, se sentía cómodo entre mujeres, y entendía todo. Terminó de conquistarme una tarde que yo tenía dolores menstruales y fue hasta la farmacia a comprarme un remedio, y ni tuve que decirle cuál, y después me preguntaba cómo me sentía y me miraba con ternura como si fuese una enferma terminal. Empecé a sentirme fea al lado de él. Le devolví la camisa leñadora a Nico y me compré un busito nuevo. Me dejaba más seguido el pelo suelto, y aunque no sabía nada de inglés, ya que iba en contra de mis principios, escuchaba atentamente los cassettes que Hank me grababa con bandas del under londinense, y él trataba de familiarizarse con los que yo le grababa, cosas de Charly García, Legião Urbana y Los toreros muertos. Nico no decía nada. Así que yo seguía haciendo la mía, tratando de quedarme sola con el inglés y poniéndome celosa si él hablaba con alguna otra. La última semana de clases se armó un gran campeonato de truco. “El desafío final” le pusimos. Lo tomamos muy en serio. Vivíamos instalados en el bar del gallego. Éste se puso pesado porque nunca le consumíamos nada, así que le dimos el gusto y pedíamos una botella grande de pomelo para todos. Otros compañeros de clase venían a rodear la mesa. El bar se convirtió en una extensión del liceo, y los parroquianos de la barra nos empezaron a mirar mal. El campeonato fue peleadísimo. Como era de esperar Nico y Hank quedaron en la final, sacándose chispas. Estaba medio liceo ahí, esperando por la definición. Nunca se supo quién ganaría. Porque a un pelotudo se le ocurrió gritar en medio de la montonera: “Y por qué juegan, ¿a ver quién se va a tirar a la Lorena?”
Y la Lorena era yo.
En vez de levantarse a trompear al que había gritado, Nico me mandó una mirada de odio, y después perdió su calma habitual y se lanzó arriba de la mesa, derechito al cuello del inglés, y la botella de pomelo casi vacía y los vasos volaron y el gallego se calentó y con ayuda de los viejos de la barra que estaban esperando la más mínima falta de nuestra parte, los agarró y los sacó del brazo para la vereda y les dio un sermón que parecía que iba a durar toda la tarde. Después del espectáculo la cosa se disolvió y cada uno se fue para su casa, y yo me quedé ahí sin saber qué hacer, sintiéndome rara por tener que ir a la parada sola.




martes, mayo 12, 2015

Actor hiperrealista



Me presento. Soy actor hiperrealista. No hay mucha diferencia con un actor regular, a no ser porque tengo que ponerme literalmente en el lugar del personaje. Antes de interpretar a un bombero me entrené como tal y me convertí en uno. Nunca ejercí. Sólo interpreté a uno. Muy heroico, eso sí. Cuando hice de un tipo acabado, apostador y borracho, me sumergí en las carreras y el alcohol. Mi hígado se enfermó, mi familia me abandonó, pero no podía dar marcha atrás, lo requería el personaje. Perdí toda la plata en el casino, en el hipódromo, en las riñas de gallo. Dejé de bañarme y de afeitarme, y por poco casi olvido que todo era para crear al personaje. De hecho resultó tan creíble que recibí varios premios ese año. Luego me llamaron para interpretar a un simpático travesti que se prostituía para juntar dinero para el cambio de sexo. Entonces me bañé, me afeité, me olvidé de las apuestas y del alcohol, y empecé a hacer la calle. Estoy desarrollando un papel muy convincente, creo que será un éxito en la obra, más que el bombero. Mi clientela aumentó, pude ahorrar bastante, y ya tuve entrevistas con el cirujano y el psiquiatra. Dicen que estoy listo. Me hace sentir bien que se hayan creído mi interpretación, quiere decir que voy por buen camino. Espero que la operación no interfiera con el estreno de la obra.